10/01/2007

E-books:
Colección ‘Literatura esencial’ 2005

Para los que no tenemos la posibilidad de conseguir un ejemplar en un librería, al menos tenemos el consuelo de una versión electrónica. A partir del 2005 he estado coleccionando e-books de diferentes autores, de modo que pensé que sería bueno hacer una lista de las obras más esenciales del año y además de un fácil acceso para descargarlo en formato word o pdf. No sé cuantos libros se pueda leer al mes; tampoco se trata de devorar todo cuanto se encuentre a mano; creo que lo mejor sería disfrutar de al menos dos obras por mes, de lo contrario la lectura no resultaría tan provechosa. Bueno, les presente mi Colección ‘Literatura esencial' 2005

Obras completas, de Franz Kafka
El siglo de las luces, de Alejo Carpentier
El libro de la almohada, de Sei Shaonagon
El vuelo de la reina, de Tomás Eloy Martínez
Los alimentos terrestres, de André Gide
Gabriela, clavo y canela, de Jorge Amado
Un tranvía llamado deseo, de Tenesse Williams
Limones amargos, de Lawrence Durrell
Dublineses, de James Joyce
La última tentación, de Nikos Kazantzakis
La estirpe del dragón, de Pearl S. Buck
El arca de Schindler, de Thomas Keneally
Ivanhoe, de Walter Scott
Mal de amores, de Ángeles Mastretta
Nadja, de André Breton
Las minas del Rey Salomón, de Henry R. Haggar
La piel, de Curzio Malaparte
2666, de Roberto Bolaño
Cuentos completos, de Truman Capote
La guerra del fin del mundo, de Mario Vargas Llosa
El portero y otras obras, de Harold Pinter
Contrapunto, de Aldous Huxley
Un hombre acabado, de Giovanni Papini
La pianista... y otras historias, de Elfriede Jelinek
En un lugar de África, de Stephanie Zweig


Si alguien gusta de comentar alguna de las obras, bienvenido sea.
Nota: En cuanto se despliegue la nueva pantalla, esperar unos segundos que cargue y luego dar un click en Download file

8/28/2007

Bret EASTON ELLIS

Los confidentes

1
BRUCE LLAMA DESDE MULHOLLAND

BRUCE, colocado y bronceado por el sol, llama desde Los Angeles y me dice que lo siente. Me dice que siente no estar conmigo aquí, en el campus. Me dice que tenía razón yo, que debería haber venido al curso intensivo de este verano, y me dice que siente no estar en New Hampshire y que siente no haberme llamado desde hace una semana y yo le pregunto qué anda haciendo por Los Ángeles y no menciono que han pasado dos meses.
Bruce me dice que las cosas han ido mal desde que Robert dejó el apartamento que compartían en la esquina de la Cincuenta y seis con Park y se fue con su padrastro a hacer un viaje en balsa por aguas bravas, por el río Colorado, dejando a Lauren, su novia, que también vive en el apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park, sola con Bruce, juntos los dos durante un mes. Yo no conozco a Lauren pero sé qué tipo de chicas atrae a Robert y tengo muy claro qué aspecto debe de tener, y luego pienso en las chicas a quienes puede gustarles Robert, guapas, de esas que hacen como que ignoran el hecho de que Robert, a los veintidós años, tiene unos trescientos millones de dólares, e imagino a esa chica, Lauren, tumbada en el futón de Robert, con la cabeza echada hacia atrás, y a Bruce moviéndose lentamente encima de ella, mientras cierra los ojos con fuerza.
Bruce me dice que la cosa empezó una semana después de que se fuera Roben. Bruce y Lauren habían ido al Café Central y después de devolver lo que habían pedido de comer y de decidir tomar sólo unas copas, estuvieron de acuerdo en que lo suyo sería sólo cuestión de sexo. Que aquello pasaba únicamente porque Robert se había ido al Oeste. Se dijeron uno al otro que, de hecho, no existía atracción mutua aparte de la física, y luego volvieron al apartamento de Robert y se acostaron. El asunto siguió así, me dice Bruce, durante una semana, hasta que Lauren empezó a salir con un magnate de la propiedad inmobiliaria, de veintitrés años, que tiene unos dos mil millones de dólares.
Bruce me dice que no se enfadó por culpa de eso. Pero que se sentía «ligeramente molesto» el fin de semana en que se presentó Marshall, el hermano de Lauren, que acababa de graduarse, y se quedó en el apartamento de Robert, de la esquina de la Cincuenta y seis con Park. Bruce me dice que la cosa entre él y Marshall se prolongó sencillamente porque Marshall se quedó más tiempo. Marshall se quedó semana y media. Y luego Marshall volvió al piso que tenía su ex novio en el SoHo, cuando su ex novio, un joven marchante de arte que tiene de unos dos a tres millones, dijo que quería que Marshall pintara tres columnas de adorno en el piso que compartían en Grand Street. Marshall tiene unos cuatro mil dólares y algo suelto.
Eso fue durante el período en que Lauren trasladó todos sus muebles (y algunos de los de Robert) a la casa que tenía en la Trump Tower el magnate de la inmobiliaria, el de veintitrés años. Durante ese período fue también cuando los dos carísimos lagartos egipcios de Robert aparentemente comieron unas cucarachas envenenadas y los encontraron muertos, uno debajo del sofá del cuarto de estar, sin cola, el otro despatarrado encima del Betamax de Robert. El grande costó cinco mil dólares; el pequeño había sido un regalo. Pero como Roben se encontraba en alguna parte del Gran Cañón, no había modo de ponerse en contacto con él. Bruce me cuenta que por eso dejó el apartamento de la Cincuenta y seis esquina con Park y se fue a casa de Reynolds, en Los Angeles, en la parte alta de Mulholland, mientras Reynolds, que más o menos tiene, según Bruce, lo que valen un par de falafels en PitaHut, sin incluir la bebida, está en Las Cruces.
Mientras enciende un canuto, Bruce me pregunta qué he andado haciendo, qué ha pasado por aquí, y me dice otra vez que lo siente. Le hablo de las clases, las recepciones, le cuento que Sam se acuesta con un redactor de la Paris Review que vino desde Nueva York el fin de semana dedicado a los editores, que Madison se afeitó la cabeza y Cloris creyó que le estaban dando quimioterapia y mandó todos los relatos que su amiga había escrito a unos redactores que conocía del Esquire, The New Yorker, Harper's, y que eso dejó a todo el mundo impresionado. Bruce dice que le diga a Craig que quiere que le devuelva la funda de su guitarra. Pregunta si voy a ir a East Hampton a ver a mis padres. Le digo que, como el curso intensivo está a punto de terminar y casi es septiembre, no veo para qué voy a ir.
El verano pasado Bruce estuvo conmigo en Camden y seguimos juntos el curso intensivo, y ése fue el verano en que Bruce y yo nos bañamos de noche en el lago Parrin y el verano en que él escribió la letra de la canción de Petticoat Junction por toda mi puerta porque yo me reía cada vez que él cantaba la canción y no porque la canción fuera graciosa, sólo era por el modo en que la cantaba: con la cara rígida pero completamente inexpresiva. Fue el verano en que fuimos a Saratoga y vimos a los Cars y, en ese mismo agosto, más adelante, a Bryan Metro. El verano fueron borracheras y noches y calor y el lago. Una imagen que no vi jamás: mis manos frías deslizándose por su espalda suave y mojada.
Bruce me dice que me toquetee, ahora mismo, en la cabina telefónica. La residencia en la que estoy se encuentra en silencio. Aparto un mosquito de un manotazo.
—No me puedo toquetear —digo yo. Me dejo resbalar poco a poco hasta el suelo, todavía con el teléfono en la mano.
—Ser rico es cojonudo —dice Bruce.
—Bruce —estoy diciendo yo—. Bruce.
Me habla del verano pasado. Menciona Saratoga, el lago, una noche de la que no me acuerdo en un bar de Pittsfield.
Yo no digo nada.
—¿Me estás escuchando? —pregunta.
—Sí —susurro yo.
—Oye, ¿no hay interferencias? —pregunta.
Yo estoy mirando fijamente un dibujo: una taza de capuccino rebosante de espuma y debajo de ella dos palabras garabateadas en negro: el futuro.
—Tranqui —dice Bruce, finalmente, con un suspiro.
Después de colgar vuelvo a mi habitación y me cambio. Reynolds me recoge a las siete y mientras vamos en coche a un pequeño restaurante chino de las afueras de Camden, baja el volumen de la radio después de que yo le diga que ha llamado Bruce; Reynolds pregunta:
—¿Se lo contaste?
Yo no digo nada. Hoy mientras comíamos me enteré de que Reynolds anda enrollado con uno de la ciudad que se llama Brandy. En lo único en que puedo pensar es en Robert que todavía sigue en una balsa, en algún sitio de Arizona, mirando una pequeña foto de Lauren, aunque es probable que no. Reynolds vuelve a subir el volumen de la radio después de que yo niegue con la cabeza. Miro por la ventanilla. Termina el verano, 1982.

(Fragmento)

Enlaces:

http://es.wikipedia.org/wiki/Bret_Easton_Ellis
http://www.elmundo.es/encuentros/invitados/2006/03/1942/

7/17/2007

Isak DINESEN:

El BRICBARCA[1] Charlotte había zarpado de Marsella y navegaba rumbo a Atenas, con tiempo gris y mar gruesa, después de tres días de fuerte temporal. Un pequeño marinero llamado Simón, en la cubierta mojada y balanceante, se sujetaba a un obenque[2] y miraba hacia las nubes viajeras y la verga del mastelerillo[3] del palo mayor.
Un ave, buscando refugio en el mástil, se había enredado las patas en una driza[4] suelta de algún aparejo, y forcejeaba allá arriba tratando de liberarse. El chico de la cubierta podía verla aletear y agitar la cabeza de un lado a otro.
Por su propia experiencia en la vida, había llegado a la convicción de que en este mundo cada cual debía cuidar de sí mismo, y no esperar ayuda de los demás. Pero aquella lucha muda, mortal, le tenía fascinado desde hacía más de una hora. Se preguntaba qué clase de ave sería. En los últimos días habían venido a posarse numerosas aves en las jarcias
[5] del bricbarca: golondrinas, codornices y un
par de halcones peregrinos; le parecía que esta vez se trataba de un halcón peregrino. Recordaba que hacía muchos años, en su país, cerca de la casa, vio una vez un halcón peregrino posado en una piedra, a poca distancia, y echar a volar. A lo mejor era la misma ave. Pensó: «Es como yo. Antes estaba allá y ahora está aquí.»
Esto despertó en él un sentimiento de simpatía y de tragedia, siguió mirando al ave con el corazón en un puño. No estaba presente ninguno de los marineros para reírse de él, empezó a pensar cómo podía trepar por las jarcias para ayudar al halcón. Se echó el pelo hacia atrás, se subió las mangas, miró por toda la cubierta y empezó a trepar. Tuvo que detenerse un par de veces en el aparejo oscilante.
Al llegar a lo alto del mástil comprobó que era, efectivamente, un halcón peregrino. Cuando su cabeza llegó a la altura del ave, ésta dejó de debatirse, y le miró con ojos furiosos, desesperados, amarillos. Tuvo que sujetarla con una mano mientras sacaba el cuchillo y cortaba la driza. Se asustó al mirar hacia abajo; pero a la vez pensó que no se lo había ordenado nadie, que era su propia aventura, y esto le produjo una sensación orgullosa, tranquilizadora; como si el mar y el cielo, el barco, el ave y él mismo fueran todo uno. Justo cuando la hubo liberado, el ave le dio un picotazo en el pulgar, de manera que le hizo sangre, y estuvo a punto de soltarla. Se enfadó con ella y le dio un cachete; a continuación se la metió en el interior de la chaqueta y bajó.
Cuando llegó a la cubierta, se encontraban allí el piloto y el cocinero mirando; le preguntaron a voces a qué había subido al mástil. Él estaba tan cansado que tenía lágrimas en los ojos. Sacó el halcón y lo enseñó, mientras éste permanecía quieto en sus manos. El piloto y el cocinero se echaron a reír y se fueron. Simón dejó el ave en el suelo, retrocedió, y se quedó mirándola. Al cabo de un rato pensó que no sería capaz de levantarse de la resbaladiza cubierta, así que la cogió otra vez y fue a colocarla sobre un rollo de lona. Poco después empezó a ordenarse las plumas, dio dos o tres violentos aletazos y de repente echó a volar. El chico pudo seguir su vuelo por encima de los surcos de agua gris. Pensó: «Allá vuela mi halcón.»
Cuando regresó el Charlotte, Simón se enroló en otro barco; y dos años más tarde era un avispado marinero de la goleta
[6] Hebe, fondeada en Bodo, en la costa norte de Noruega, donde había entrado a cargar arenque.
A los grandes mercados de arenque de Bodo acudían barcos de todos los rincones del mundo: había barcos suecos, finlandeses y rusos: un bosque de mástiles; y en la playa, un tumultuoso y heterogéneo despliegue de vida, donde se oían muchas lenguas y se suscitaban tremendas peleas. Se habían instalado puestos de venta en la playa, y los lapones
[7], gente pequeña y amarilla, de movimientos sigilosos y ojos vigilantes, a la que Simón no había visto en la vida, bajaban a vender artículos de piel adornados de cuentas. En abril, el cielo y el mar eran tan claros que resultaba difícil mantener la vista frente a ellos -salados, infinitamente anchos y poblados de chillidos de ave-, como si alguien estuviese afilando incesantemente cuchillos invisibles en todas partes, arriba en el cielo.Simón estaba asombrado de la claridad de estas noches de abril. No sabía geografía, y no lo atribuía a la latitud[8], sino que lo consideraba un signo de buena voluntad del Universo, un favor. Simón había sido toda su vida bajo de estatura para su edad, pero este último invierno había dado un estirón y se había hecho fuerte de miembros. Esta suerte, pensaba, debía de proceder de la misma fuente que la bondad del tiempo, de una nueva benevolencia del mundo. Había estado necesitado de este estímulo, dado que era tímido por naturaleza; ahora no pedía mas. El resto consideraba que era cosa suya. Se movía lentamente, orgullosamente.
Una tarde bajó a tierra con permiso, y se acercó al puesto de un pequeño comerciante ruso, un judío que vendía relojes de oro. Todos los marineros sabían que eran de falso metal y que no funcionaban, aunque los compraban y los exhibían con ostentación. Simón estuvo contemplando un buen rato estos relojes, pero no compró ninguno. El viejo judío exhibía diversas mercancías en su puesto; entre ellas, una caja de naranjas. Simón las había probado en sus viajes; compró una y se la llevó. Quería subir a una colina desde donde poder ver el mar, y comérsela allí.
Siguió andando; y al llegar a las afueras del pueblo vio a una niña con un vestido rojo, de pie al otro lado de una cerca, mirándole. Tendría trece o catorce años; estaba delgada como una anguila, pero tenía una cara redonda, alegre, pecosa y un par de trenzas largas. Se miraron mutuamente.
-¿A quién esperas? -preguntó Simón, por decir algo.
La cara de la niña esbozó una sonrisa extática, presuntuosa:
-Al hombre con quien me voy a casar, naturalmente -dijo.
Había algo en su semblante que hizo que el muchacho se sintiese confiado y feliz; le sonrió un poco.
-A lo mejor soy yo -dijo él.
-¡Ja, ja! -rió la niña-; es unos años mayor que tú, para que te enteres.
-¿Cómo es eso? -dijo Simón-; pues tú no eres tan mayor.
La niña negó con la cabeza solemnemente.
-No -dijo-; pero cuando lo sea, seré guapísima; y llevaré zapatos marrones con tacones y un sombrero.
-¿Quieres una naranja? -preguntó Simón, ya que no podía darle ninguna de las cosas que ella había mencionado. La niña miró la naranja y luego a él.
-Están muy buenas -dijo él.
-Entonces, ¿por qué no te la comes tú? -preguntó ella.
-Yo he comido muchas ya -dijo él-, cuando estaba en Atenas. Aquí, ésta me ha costado un marco.
-¿Cómo te llamas? -preguntó ella.
-Me llamo Simón -dijo él-. ¿Y tú?
-Yo, Nora -dijo ella-. ¿Qué quieres a cambio de tu naranja, Simón?
Cuando oyó su nombre en la boca de ella, Simón se volvió audaz.
-¿Quieres darme un beso, a cambio de la naranja? -preguntó.
Nora le miró seria un momento.
-Sí -dijo-; no me importa darte un beso.
Simón notó que le entraba un calor como si hubiese estado corriendo. Cuando la niña extendió la mano para que le diese la naranja, se la cogió. En ese instante la llamó alguien desde la casa.
-Es mi padre -dijo, y trató de devolverle la naranja; pero él no lo consintió-. Pues vuelve mañana -dijo ella-; entonces te daré el beso -y echó a correr. Él se quedó viéndola marcharse, y poco después regresó al barco.
Simón no tenía costumbre de hacer planes para el futuro, y no sabía si volvería para verla o no.
La tarde siguiente tenía que quedarse a bordo, ya que los demás marineros iban a bajar a tierra; pero no le importaba. Decidió sentarse en cubierta con Balthazar, el perro del barco, y practicar con una concertina
[9] que se había comprado hacía algún tiempo. El pálido atardecer le rodeaba por todas partes; el cielo tenía un matiz débilmente rosáceo, la mar estaba completamente llana, lechosa; sólo en la estela de los botes que iban a tierra se quebraba en franjas de intenso índigo. Y se sentó a tocar; al cabo de un rato, su propia música empezó a hablarle tan vehementemente que se detuvo, se levantó y miró hacia arriba. Entonces descubrió la luna llena en lo alto del cielo.
El cielo estaba tan claro que apenas hacía falta: era como si hubiese subido allí por propio capricho. Era redonda, grave, presuntuosa. Y entonces comprendió Simón que debía bajar a tierra, costara lo que costase. Pero no sabía cómo ir, ya que los demás se habían llevado la yola
[10]. Llevaba mucho rato de pie-en la cubierta, pequeña figura solitaria de joven marinero en su barco, cuando vio que se acercaba la yola de un barco que estaba fondeado más afuera y llamó. Averiguó que eran marineros rusos de un barco llamado Anna que iban a tierra. Cuando consiguió hacerse entender, le llevaron con ellos; primero le pidieron dinero por el viaje; luego, riendo, se lo devolvieron. Simón pensó: «Éstos creen que voy al pueblo en busca de mujeres. Luego, con cierto orgullo, pensó que tenían razón; aunque al mismo tiempo estaban infinitamente equivocados, y no tenían idea de nada.
Una vez en tierra, le invitaron a beber con ellos, y Simón no quiso decirles que no porque le habían ayudado. Uno de los rusos era un gigantón, grande como un oso; le dijo a Simón que se llamaba Iván. Se emborrachó enseguida, y luego acometió al muchacho con afecto osuno, le manoseó, sonrió y se rió en su cara, le regaló una cadena de reloj de oro y lo besó en ambas mejillas. Simón pensó entonces que él también tenía que regalarle algo a Nora cuando la viese otra vez; y en cuanto pudo dejar a los rusos, se dirigió a un puesto que conocía y compró un pañuelito azul, del mismo color que los ojos de ella.
Era sábado por la tarde, y circulaba mucha gente entre las casas: iban en largas filas, algunos cantando, y todos deseosos de divertirse esa noche. Simón, en medio de esta vida rica y bulliciosa bajo la luna clara, sentía la cabeza alegre con su escapada del barco y la bebida fuerte. Se embutió el pañuelo en el bolsillo; era de seda, cosa que nunca había tocado anteriormente, un regalo para su amiga.
No recordaba el camino a casa de Nora, se perdió, y volvió adonde había empezado. Entonces le asaltó un miedo terrible de llegar demasiado tarde y echó a correr. En un paso estrecho entre dos casas de madera chocó con un hombre corpulento, y descubrió que era Iván otra vez. El ruso cerró los brazos en torno suyo y le sujetó.
-¡Bueno, bueno! -exclamó desbordante de alegría-; al fin te he encontrado, mi pequeño pollito. Te he buscado por todas partes; y el pobre Iván ha llorado porque había perdido a su amigo.
-Suélteme, Iván -exclamó Simón.
-Ah, ah -dijo Iván-; iré contigo y tendrás lo que quieras. Mi corazón y mi dinero son tuyos, todo tuyos; yo también he tenido diecisiete años, también he sido una pequeña ovejita de Dios, y quiero serlo otra vez esta noche.
-¡Suélteme -exclamó Simón-, que tengo prisa!
Iván le sujetaba de tal manera que le hacía daño, mientras le acariciaba con la otra mano.
-Lo siento, lo siento -decía-. Vamos, confía en mí, amiguito mío. Nada nos va a separar. Oigo llegar a los otros: vamos a pasar una noche juntos que la recordarás cuando seas abuelito.
De repente estrujó al muchacho contra sí, como el oso que lleva a un cordero. La odiosa sensación de calor masculino y el corpachón de un hombre pegado a él enloqueció al flaco muchacho. Pensó en Nora, esperándole, como una embarcación esbelta en el aire turbio, mientras él estaba aquí, sufriendo el abrazo caluroso de un animal peludo. Golpeó a Iván con todas sus fuerzas.
-Te mataré Iván -gritó-, si no me sueltas.
-¡Bah, después me lo agradecerás! -dijo Iván, y empezó a cantar.
Simón hurgó en su bolsillo buscando la navaja y consiguió abrirla. No podía levantar la mano, pero hundió la navaja furiosamente por debajo del brazo del gigantón.
Casi instantáneamente, sintió brotar la sangre y correrle por la manga hacia abajo. Iván dejó de cantar de repente, soltó al muchacho y profirió dos largos y profundos gruñidos. Un segundo después cayó de rodillas.
-Pobre Iván, pobre Iván -gimió.
Cayó de bruces. En ese momento Simón oyó a los otros marineros que se acercaban cantando por el callejón.
Se quedó inmóvil un momento, limpió la navaja y observó que la sangre derramada había formado un charco oscuro debajo del enorme corpachón. Luego
echó a correr. Al detenerse un segundo para elegir una dirección, oyó gritar a los marineros sobre su compañero muerto. Y pensó: «Tengo que bajar a la mar y lavarme las manos.» Pero, al mismo tiempo, corría en dirección opuesta. Al cabo de un rato dio con el camino por el que había pasado el día anterior y le pareció familiar, como si lo hubiese recorrido centenares de veces en su vida.
Aflojó el paso para echar una mirada, y de pronto descubrió a Nora al otro lado de la cerca; estaba a muy poca distancia de él, cuando la vio a la luz de la luna. Tambaleante y sin aliento, cayó de rodillas. Durante un momento no pudo hablar.
-Buenas noches, Simón -dijo ella con su vocecita acariciadora-. Hace rato que te estoy esperando -y tras una pausa añadió-: Me he comido la naranja.
-¡Ah, Nora -exclamó el muchacho-. He matado a un hombre.
Nora se le quedó mirando, pero no se movió.
-¿Por qué has matado a un hombre? -preguntó al cabo de un rato.
-Para llegar aquí -dijo Simón-. Porque intentaba detenerme. Pero era mi amigo -lentamente, Simón se puso en pie-. ¡Me quería! -exclamó; y entonces estalló en lágrimas-. Sí -dijo despacio, pensativo-. Sí, porque tú estarías aquí puntualmente. ¿Puedes esconderme? -preguntó-. Porque me buscarán.
-No -dijo Nora-; no te puedo esconder. Porque mi padre es el párroco de aquí, de Bodo, y seguro que te entregaría, si se enterase de que has matado a un hombre.
-Entonces -dijo Simón-, dame algo para limpiarme las manos.
-¿Qué tienes en las manos? -preguntó ella, y dio un pasito adelante.
El extendió las manos.
-¿Es tuya esa sangre? -preguntó ella.
-No -dijo Simón-, es del hombre muerto.
Nora retrocedió un paso otra vez.
-¿Me odias ahora? -preguntó él.
-No, no te odio -dijo ella-. Pero ponte las manos en la espalda.
Al hacerlo, Nora se acercó mucho a él, en el otro lado de la cerca, y le echó los brazos alrededor del cuello. Apretó su cuerpo joven contra el de Simón y le besó tiernamente. Simón sintió la cara de ella, fría como la luz de la luna, sobre la suya; y cuando le dejó, le flotaba la cabeza, y no sabía si el beso había durado un segundo o una hora. Nora se enderezó con los ojos muy abiertos.
-Ahora -dijo lenta, orgullosamente- te prometo que jamás me casaré con nadie, en toda mi vida.
El muchacho seguía en el mismo sitio, con las manos en la espalda como si ella se las hubiese atado así.
-Y ahora corre -dijo ella-, porque se acercan.
Se miraron los dos al mismo tiempo.
-No lo olvides, Nora -dijo. Se volvió y echó a correr. Saltó una cerca, y cuando estuvo entre las casas siguió andando. No sabía adónde ir. Al llegar a un portal del que salía música y ruido de voces, lo traspuso lentamente. El recinto estaba lleno de gente: había baile. Una lámpara colgaba del techo, y brillaba sobre los que estaban bailando; el aire era espeso y marrón a causa del polvo que se elevaba del suelo. Había algunas mujeres, pero muchos de los hombres bailaban unos con otros; y pateaban el suelo serios o riendo. Al poco de entrar Simón, la multitud se retiró hacia la pared para dejar espacio a dos marineros que ejecutaban un baile de su propio país. Simón pensó: «No tardarán en pasar por aquí los hombres del bote, en busca del que ha matado a su compañero; y por mis manos sabrán que he sido yo.» Los cinco minutos que estuvo junto a la pared del local, en medio de los alegres y sudorosos bailarines, fueron de gran importancia para el muchacho. Él mismo se daba cuenta; como si madurase en ese tiempo, y se volviese como los demás. No suplicaba a su destino; ni se quejaba. Aquí estaba él: había matado a un hombre y había besado a una muchacha. No pedía nada más a la vida; ni la vida podía pedir nada más de él. Era Simón, un hombre como los que le rodeaban, e iba a morir, como van a morir todos los hombres.
Sólo tuvo conciencia de lo que pasaba fuera de él cuando vio que había entrado una mujer, y que estaba de pie en el centro de la sala despejada, mirando en torno suyo. Era una vieja ancha y baja de estatura, con ropas laponas, y miraba con dignidad y fiereza como si fuese la dueña de todo el pueblo. Era evidente que la mayoría de los presentes la conocían y que le temían un poco, aunque algunos se reían, el bullicio del baile se apagó al alzar ella la voz:
-¿Dónde está mi hijo? -preguntó con voz chillona, como la de un pajarraco.
Un instante después, sus ojos se clavaron en Simón; avanzó entre la multitud, que se abrió a su paso, alargó una mano huesuda, oscura, vieja y le cogió por el codo.
-Vente a casa conmigo -dijo-. No te hace falta bailar aquí esta noche. Si no, no tardarás en bailar más alto.
Simón retrocedió, porque creía que estaba borracha. Pero al mirarle ella directamente a la cara con sus ojos amarillos, le pareció que la había visto antes y que quizá convenía escucharla. La vieja tiró de él, cruzó la estancia, y Simón la siguió sin rechistar.
-No te ensañes demasiado con el chico, Sunniva -le gritó uno de los presentes-. No ha hecho nada malo; sólo quería ver bailar.
En el mismo instante en que salían por la puerta se produjo una alarma en la calle: una multitud bajaba corriendo; y uno de ellos, al dar la vuelta a la casa, chocó con Simón. Le miró, miró a la vieja y siguió corriendo.
Mientras iban los dos por la calle, la vieja se levantó la falda y le puso el borde en la mano al muchacho.
-Límpiate las manos en mi falda -dijo.
No habían andado mucho, cuando llegaron a una casa de madera y se detuvieron; la puerta era tan baja que tuvieron que inclinarse para pasar. Al entrar la mujer lapona delante, sin soltarle el brazo, el muchacho alzó los ojos un momento. La noche se había vuelto brumosa, había un amplio halo alrededor de la luna.
La vivienda de la vieja era estrecha y oscura, con un único ventanuco; en el suelo había un farol que alumbraba débilmente. Estaba toda llena de pieles de reno y de lobo, y de cuernos de reno, con los que los lapones suelen hacer botones tallados y mangos de cuchillo, y el aire aquí era rancio y sofocante. Tan pronto como estuvieron dentro, la mujer se volvió hacia Simón, le cogió por la cabeza, le hizo una raya en el pelo con sus dedos ganchudos y se lo peinó a la manera de los lapones. Le ajustó un gorro de tapón y retrocedió para mirarle.
-Ahora siéntate en mi taburete -dijo-. Pero primero saca la navaja.
Su voz y su gesto fueron tan autoritarios que el muchacho no tuvo más remedio que hacer lo que decía: se sentó en el taburete incapaz de apartar los ojos de su rostro, que era plano y marrón, y como cubierto de suciedad en su red de finas arrugas. Mientras estaba sentado oyó rumor de gente en el exterior, y detenerse delante de la casa; luego, alguien llamó a la puerta, aguardó un momento
y volvió a llamar. La vieja, de pie, se quedó quieta como un ratón.
-No -dijo el muchacho, y se levantó-. Es inútil; es a mí a quien buscan. Será mejor para usted que me deje salir.
-Dame tu navaja -dijo ella. Se la dio, y ella se la pasó por el pulgar; le brotó sangre y dejó que goteara sobre su falda-. Bueno, entrad -gritó.
Se abrió la puerta, entraron dos de los marineros rusos, y se quedaron de pie en el vano; había más gente fuera.
-¿Ha venido aquí alguien? -preguntaron-. Vamos detrás del que ha matado a nuestro compañero, pero se nos ha escapado. ¿Has oído o visto pasar a alguien por aquí?
La vieja lapona se volvió hacia ellos, y sus ojos brillaron como el oro a la luz de la lámpara.
-¿Que si he oído o visto a alguien? -exclamó-. Os he oído a vosotros gritar asesino por todo el pueblo. Nos habéis asustado a mí y a mi pobre muchacho; hasta me he hecho sangre en el dedo cuando recortaba la alfombrilla de piel que estoy cosiendo. El muchacho está demasiado asustado para ayudarme, y se ha echado a perder la alfombrilla. Tendréis que pagármela. Si andáis buscando a un asesino, pasad y registrad mi casa, que ya os conoceré yo cuando volvamos a vernos.
Estaba tan furiosa que bailoteaba y sacudía la cabeza como un ave de presa furiosa.
Entró el ruso, miró por la habitación, la observó a ella, y reparó en su mano y su falda manchadas de sangre.
-No nos eches ninguna maldición, Sunniva -dijo tímidamente-. Sabemos que puedes hacer muchas cosas cuando quieres. Aquí tienes un marco por la sangre que has derramado.
Ella extendió la mano y él le puso una moneda en la palma. Sunniva la escupió.
-Ahora marchaos, y no habrá odio entre nosotros -dijo, y cerró la puerta tras ellos. Se llevó el pulgar a la boca y se lo chupó.
El muchacho se levantó del taburete; se detuvo delante de ella y se quedó mirándola a la cara. Se sentía como si se balancease muy alto, con escasa sujeción.
-¿Por qué me has ayudado? -le preguntó.
-¿No lo sabes? -contestó ella-. ¿Todavía no me has reconocido? Pero sí te acordarás del halcón peregrino atrapado en una driza de tu barco, el Charlotte, cuando navegaba por el Mediterráneo. Aquel día trepaste por las jarcias hasta el mastelerillo para ayudar a aquella ave, en medio de un fuerte ventarrón y con mar gruesa. Aquel halcón era yo. Las laponas volamos a veces así para ver mundo. La primera vez que te vi fue cuando iba camino de Africa, a ver a mi hermana menor y a sus hijos. Ella es halcón también, cuando quiere. En aquel entonces vivía en Takaunga, en una vieja torre en ruinas que allá llaman minarete.
Se vendó el pulgar con una tira de su falda y se lo mordió.
-Nosotras no olvidamos -dijo-. Te di un picotazo en el pulgar cuando me cogiste; es justo que me diese un corte en el pulgar por ti esta noche.
Se acercó a él, y le frotó suavemente sus dos dedos marrones, como garras, en la frente.
-Así que eres mi muchacho -dijo-, capaz de matar a un hombre antes que llegar tarde a una cita de amor, ¿no? Las hembras de esta tierra estamos muy unidas. Ahora te marcaré en la frente, para que las muchachas lo sepan cuando te miren; y les gustes por eso.
Jugó con el pelo del muchacho, y se lo enroscó en el dedo.
-Ahora escucha, pajarillo mío -dijo ella-. El cuñado de mi bisnieto se encuentra en su barca junto al embarcadero en este momento; va a llevar una remesa de pieles a un barco danés. Él te devolverá a tu barco a tiempo, antes de que llegue tu patrón. La Hebe saldrá mañana por la mañana, ¿no? Pero cuando llegues a bordo, dale mi gorro para que me lo devuelva -sacó la navaja del muchacho, la limpió en su falda y se la tendió-. Aquí tienes tu navaja -dijo-. No se la volverás a clavar a ningún otro hombre; no tendrás necesidad, pues de ahora en adelante navegarás por los mares como un auténtico marinero. Ya tenemos bastantes preocupaciones con nuestros hijos.
El perplejo muchacho empezó a tartamudear unas palabras de agradecimiento.
-Espera -dijo ella-; te haré una taza de café para que te reanime, mientras te lavo la chaqueta.
Puso una vieja olla de cobre en el hogar. Al cabo de un rato, le tendió una bebida caliente, fuerte, negra, en un tazón sin asa.
-Ahora has bebido con Sunniva -dijo-; has sorbido un poco de sabiduría, de manera que en el futuro tus pensamientos no caerán como gotas de agua en la mar salada.
Cuando hubo terminado y dejado la taza, Sunniva le acompañó hasta la puerta y se la abrió. El muchacho se sorprendió al ver que casi había amanecido. La casa estaba tan arriba que podía verse el mar desde allí. Le dio la mano a la vieja para despedirse.
Ella le miró fijamente a los ojos.
-Nosotras no olvidamos -dijo-. Tú me diste un golpe en la cabeza, allá, en lo alto del mástil; así que te lo devolveré -y a continuación le dio una bofetada con todas sus fuerzas, al punto de que la cabeza le daba vueltas-. Ahora estamos en paz -dijo; le dirigió una mirada centelleante, larga, maligna, le empujó suavemente para hacerle trasponer el umbral y le hizo un signo afirmativo con la cabeza.
Así, pues, el muchacho marinero regresó a su barco, que iba a zarpar a la mañana siguiente, y vivió para contarlo.
________
[1] bricbarca: Barco grande parecido al bergantín, que tiene a popa un tercer palo más pequeño para la vela cangreja
[2] obenque: Cabo grueso con que se sujeta el extremo de los mástiles de un barco a los costados o a la cofa del mismo.
[3] verga del mastelerillo: La verga es el palo colocado horizontalmente en un mástil para sostener una vela; el mastelerillo es un palo menor que prolonga el mastelero, el cual, a su vez, es un pequeño mástil que se coloca sobre cada uno de los mástiles mayores
[4] driza: Cabo para izar y arriar una vela
[5] jarcias: Conjunto de aparejos y cabos de un barco
[6] goleta: Velero ligero de dos o tres palos y bordas poco elevadas.
[7] lapones: Pueblo de pastores de renos que habita en las regiones del norte de Europa por encima del círculo polar ártico.
[8] En las regiones polares, debido a la inclinación de la Tierra, hay luz solar la mayor parte del día en los meses de primavera y verano; de ahí la claridad de la noche.
[9] concertina: Acordeón de forma hexagonal u octogonal.
[1] yola: Embarcación ligera y estrecha movida a remo o a vela
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7/09/2007

Camilo José CELA:
La tierra de promisión

1

Todos los piojos de Alvarito el loco tuvieron mucho que aprender de lo que voy a relatar, y aún hoy, a los seis meses, al cabo de tantas generaciones, corre el sucedido por las costuras de la camiseta de Alvarito, de boca en boca de los piojos, como una enseñanza que no conviene olvidar, como una historia que para los tiernos piojitos de mayo construyeron los vetustos piojos de diciembre.
Alvarito tenía muchos piojos. Tenía piojos en la gorra,
pequeñitos y color de sangre; tenía piojos en la camisa y en la camiseta y en el calzoncillo, gordos y satisfechos y de color pardo. Los del calzoncillo, que eran guerreros, no se trataban con los de la camisa y la camiseta, que eran agricultores.
Los piojos del calzoncillo llevaban una vida azarosa y todos los días, cuando Alvarito se quitaba los pantalones, tenían ocasión de alardear de sus dotes estratégicas escapando a todo escapar a guarecerse en los más recónditos recovecos de la piel o de la ropa de Alvarito, no por miedo a éste, que era bueno y no les hacía dañó, sino por miedo al frío, que los dejaba tiesecitos y duros como un grano de sal.
Los piojos de la camisa, en cambio, vivían tranquilos y apacibles, sin miedo al frío, porque, —que se recuerde—, desde los lejanos tiempos de los primitivos colonizadores, Alvarito no se había quitado jamás la camisa.

2

—¡Ya le digo a usted que no tengo cama...¡Las tres que tengo están ocupadas y hasta pasado mañana, por lo menos, no quedará ninguna vacía.
Pero como el señor Jacobo, el comerciante, no iba a dormir en medio de la calle, llegaron a un arreglo con Alvarito para que le dejase un pedacito de su cama.

3

Martínez era un piojo desarreglado y muy revolucionario. No encontraba de su gusto el pellejo de Alvarito y, lejos de conformarse, que era lo que la prudencia aconsejaba, estaba todo el día renegando y decía que no había Dios ni nada. A los piojitos jóvenes no les dejaban andar con Martínez, porque era un demagogo y un desagradecido, y ya sabemos todos lo propensa que es la juventud para dejarse minar por las teorías disolventes.
Martínez quería reglamentarlo todo. Quería que los piojos marchasen todos en la misma dirección; quería repartir las costuras con arreglo al principio de la autodeterminación; quería fiscalizar los cruzamientos para el rápido mejoramiento de su raza de guerreros.

4

—¡La ocasión ha llegado, camaradas! ¡El señor Jacobo es un terreno virgen por explotar! ¡Es la tierra de promisión que ha llegado a nuestros alcances para que en ella nos asentemos y en ella organicemos, racionalmente, nuestra vida futura!
Martínez se secaba las gruesas gotas de sudor que corrían por su frente.
—¡No hagáis caso de lo que os dicen esos carcamales del Senado! El agradecimiento... ¿qué es el agradecimiento?, ¿qué tenemos nosotros, piojos libres, que agradecer a ese agotado continente que es Alvarito?

5

Martínez se consolaba de no haber hecho ni un solo adepto con la satisfacción que sentía paseándose a sus anchas por la barriga del señor Jacobo.
—¡Éstos son horizontes! —decía—. ¡Preparémonos para empezar una nueva vida de regeneración!
Y se dejaba deslizar, como si estuviese patinando, por la tersa piel recién conquistada...

­ 6

El señor Jacobo era un ser de extrañas costumbres. No bien empezó Martínez a explorar el nuevo terreno, el señor Jacobo saltó de la cama y se puso en pie en medio de la habitación, completamente desnudo.
—¡Qué frío! —decía Martínez en voz alta, como para convencerse—. ¡No se ha hecho el mundo para los débiles de espíritu! ¡Quien algo quiere... algo...¡
No pudo acabar la frase porque la sangre se le heló en el corazón. Intentó agarrarse con sus patitas al suelo, pero el suelo era liso y resbaladizo y sus pasos no prendían. Quiso aconsejarse serenidad, pero temblaba como si tuviera fiebre.
Estaba sobre una inmensa losa, rosada como la piel, pero lisa como el cristal...
Martínez cerró los ojos. No quiso verse temblar en la hora final y prefirió esperar a que las dos uñas del señor Jacobo, el comerciante, que no iba a dormir en medio de la calle, se encontrasen sobre su cuerpo, esbelto y blanco —¡bien es verdad!—, pero impotente y flaco para oponerse a los designios de la Divina Providencia.

De Cuentos para leer después del baño


Enlaces:
http://www.fundacioncela.com/html/home/intro.htm
http://buscabiografias.com/cgi-bin/verbio.cgi?id=973

7/01/2007

Julián Barnes:
El Polizón - La historia del mundo...
[fragmento]

"Pusieron a los behemots en la bodega junto con los rinocerontes, los hipopótamos y los elefantes. Fue una decisión sensata usarlos como lastre; pero ya podéis imaginaros el hedor. Y no había nadie que limpiara la mierda. Los hombres estaban sobrecargados con los turnos de alimentación, y sus mujeres, que debajo de sus llamaradas de perfume olían sin duda tan mal como nosotros, eran demasiado delicadas. Así que si queríamos que se hiciera algo de limpieza, teníamos que hacerla nosotros mismos. Cada pocos meses retiraban con un torno la gruesa escotilla de la cubierta de popa y dejaban entrar a las aves limpiadoras. Bueno, primero tenían que dejar salir el olor (y no había demasiados voluntarios para el trabajo del torno); luego seis u ocho de las aves menos quisquillosas revoloteaban cautelosamente alrededor de la escotilla durante aproximadamente un minuto antes de entrar. No recuerdo el nombre de todas -de hecho una de esas parejas ya no existe-, pero ya sabéis a qué clase de aves me refiero. -Habéis visto hipopótamos con la boca abierta mientras luminosos pajarillos picotean entre sus dientes como higienistas dentales enloquecidos? Imaginaos eso en una escala mayor y más sucia. No soy nada remilgado, pero hasta yo me estremecía ante la escena que se veía bajo cubierta: una hilera de monstruos bizcos a los que les están haciendo la manicura en una cloaca. (...)
Así que, como podéis ver, era un convoy desdichado desde el principio. Algunos de nosotros estábamos afligidos por los que habíamos dejado atrás; otros estaban resentidos por su condición; y otros, aunque en teoría favorecidos por el título de pureza, tenían un justificado miedo al horno. Y encima de todo eso, estaban Noé y su familia.
No sé cuál es la mejor manera de deciros esto, pero Noé no era una buena persona. Me doy cuenta de que la idea resulta embarazosa, puesto que todos descendéis de él, pero ésa es la verdad. Era un monstruo, un patriarca engreído que se pasaba la mitad del día arrastrándose ante su Dios y la otra mitad pagándola con nosotros. Tenía una vara de madera resinosa con la que..., bueno, algunos animales llevan las rayas todavía. Es asombroso lo que puede hacer el miedo. Me han dicho que entre los de vuestra especie un susto muy fuerte puede hacer que el cabello se vuelva blanco en cuestión de horas; en el arca los efectos del miedo eran aún más espectaculares. Por ejemplo, había un par de lagartos que sólo con oír el ruido de las sandalias de madera resinosa de Noé bajando por la escalera, cambiaban realmente de color. Lo vi yo mismo: su piel perdía su tono natural y se confundía con su entorno. Noé se detenía al pasar delante de su celdilla, preguntándose por un momento por qué estaba vacía, luego seguía su camino, y cuando el sonido de sus pasos se desvanecía los aterrorizados lagartos recobraban lentamente su color normal. Al parecer, a lo largo de los años posteriores al diluvio este truco ha resultado muy útil; pero todo empezó como una reacción incontrolable ante «el almirante». (...)
Como os decía, estábamos eufóricos cuando salimos del arca. Aparte de cualquier otra consideración, habíamos comido suficiente madera resinosa para toda una vida. Esa es otra razón para desear que Noé hubiese sido menos intolerante en su diseño de la flota: nos habría permitido un cambio de dieta. Noé no tenía por qué tener eso en cuenta, naturalmente, puesto que nosotros no debíamos haber estado allf. Y con la visión retrospectiva de unos cuantos milenios, esta exclusión parece aún más dura que entonces. Fuimos siete polizones, pero si nos hubiesen admitido como especie digna de viajar, sólo nos habrían dado dos pasajes, y hubiésemos aceptado esa decisión. Es verdad que Noé no podía prever cuánto tiempo iba a durar la travesía, pero considerando lo poco que comimos en cinco años y medio, ciertamente habría valido la pena correr el riesgo de dejar subir a bordo a una pareja de nosotros. Y después de todo, no tenemos la culpa de ser carcoma."


Enlaces:
http://es.wikipedia.org/wiki/Julian_Barnes
http://www.epdlp.com/escritor.php?id=3178


6/29/2007


El asesino ciego
[fragmento]
El puente

"Diez días después de terminar la guerra, mi hermana Laura se despeñó con el coche desde un puente en reparación: se llevó por delante la señal de peligro. El coche se precipitó unos treinta metros por el barranco, atravesó las mullidas copas de los árboles, cubiertos de hojas nuevas, y a continuación se incendió y rodó hasta el riachuelo del fondo. Sobre el coche cayeron varios cascotes del puente. De Laura no quedaron más que restos calcinados.
Del accidente me informó un policía: el coche era mío y habían comprobado la licencia. Su tono era respetuoso: sin duda había reconocido el nombre de Richard. Me dijo que probablemente los neumáticos hubiesen resbalado en las vías del tranvía, o que al coche le hubieran fallado los frenos, pero también se sintió obligado a comunicarme que dos testigos -un abogado retirado y el cajero de un banco, gente fiable- habían declarado haberlo visto todo. De acuerdo con su testimonio, Laura había dado un volantazo deliberado y había caído por el puente sin más sobresalto que si se hubiera bajado de la acera. Se habían fijado en las manos que sujetaban el volante porque llevaba guantes blancos.
No fueron los frenos, pensé. Tenía sus motivos. No se trataba de los mismos motivos que tienen todos los demás. En este sentido, era completamente inflexible.
—Supongo que quieren que alguien la identifique -dije-. Iré lo antes posible.
Percibí el tono calmo de mi propia voz, como si me llegara desde lejos. En realidad, apenas si podía pronunciar palabra; tenía la boca entumecida, la cara rígida de dolor. Me sentía como si hubiera ido al dentista. Estaba furiosa con Laura por lo que había hecho, pero también con el policía por insinuar que lo había hecho. Notaba alrededor de la cabeza un aire caliente que me erizaba los cabellos uno a uno, como cuando se vierte tinta en el agua.
—Me temo que se llevará a cabo una investigación, señora Griffen -anunció el policía.
—Naturalmente. Pero ha sido un accidente. Mi hermana nunca fue buena conductora.
Se me apareció la cara ligeramente ovalada de Laura, el cabello recogido en un moño perfecto, el vestido que debía de llevar en el momento de la caída: un camisero de cuello cerrado, de un color sobrio, penitenciario, azul marino, gris acero o verde de pasillo de hospital. El tipo de ropa que no se elige sino que una se encuentra metida en ella. Su solemne media sonrisa. Sus cejas enarcadas en una expresión de sorpresa, como si admirase el panorama.
Los guantes blancos: un gesto de Poncio Pilatos. Se lavaba las manos respecto de mí. De todos nosotros.
¿En qué debió de pensar cuando el coche saltó del puente, cuando quedó suspendido en la luz de la tarde, resplandeciente como una libélula en aquel instante de respiración contenida, antes de la caída en picado? En Alex, en Richard, en la mala fe, en nuestro padre y su ruina; acaso en Dios, y en su fatídica relación triangular.
O en el montón de cuadernos de ejercicios escolares que debió de esconder aquella misma mañana en el cajón de la cómoda donde yo guardaba las medias, con el convencimiento de que los encontraría.
Cuando el policía se hubo ido, subí al piso de arriba para cambiarme. Para ir al depósito de cadáveres, necesitaba guantes y un sombrero con velo, algo que me tapase los ojos. Seguramente habría periodistas. Tenía que pedir un taxi. También debía llamar a Richard a su despacho: seguramente querría preparar una nota de pésame. Fui al vestidor; precisaba ropa negra y un pañuelo.
Abrí el cajón y vi los cuadernos. Quité la goma que los sujetaba. Noté que me castañeteaban los dientes y tenía todo el cuerpo helado. "Debe de ser la impresión", decidí.
Entonces me acordé de Reenie, de cuando éramos pequeñas. Era Reenie quien nos ponía tiritas en los arañazos, cortes y pequeñas lesiones; mi madre podía encontrarse descansando o haciendo buenas obras en otra parte, pero Reenie siempre estaba allí. Ella nos tomaba en brazos y nos sentaba en la mesa de formica blanca de la cocina, junto a la masa que estaba extendiendo, el pollo a medio cortar o el pescado a medio destripar, y nos daba un trozo de azúcar moreno para que nos callásemos. «Dime dónde te duele -decía-. Deja de berrear. Cálmate y dime dónde.»
Hay personas, empero, que son incapaces de decir dónde les duele. No pueden calmarse. Ni siquiera pueden dejar de berrear."


Moral disorder
[fragmento]

"Lo primero que recuerdo es una línea azul. Estaba a la izquierda, donde el lago se fundía con el cielo. En aquel punto había una pared de arena, pero no se veía desde donde yo estaba. A la derecha el lago iba estrechándose hasta convertirse en un río y había una presa y un puente cubierto, algunas casas y una iglesia blanca. Al frente había había una pequeña isla rocosa con unos cuantos árboles. A lo largo de las orillas se veían grandes rocas erosionadas y los troncos cortados de lo árboles enormes, que sobrsalían del agua. (...)
Yo todavía no había descubierto que vivía en una especie de globo transparente, que flotaba sobre el mundo sin entrar mucho en contacto con él y que veía a la gente que conocía bajo un ángulo distinto al que ellos adoptaban para verse a sí mismos; y que lo contrario también era cierto. Allá arriba, en mi globo, yo era bastante más pequeña para los demás que para mí misma. También era borrosa."
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