6/29/2007


El asesino ciego
[fragmento]
El puente

"Diez días después de terminar la guerra, mi hermana Laura se despeñó con el coche desde un puente en reparación: se llevó por delante la señal de peligro. El coche se precipitó unos treinta metros por el barranco, atravesó las mullidas copas de los árboles, cubiertos de hojas nuevas, y a continuación se incendió y rodó hasta el riachuelo del fondo. Sobre el coche cayeron varios cascotes del puente. De Laura no quedaron más que restos calcinados.
Del accidente me informó un policía: el coche era mío y habían comprobado la licencia. Su tono era respetuoso: sin duda había reconocido el nombre de Richard. Me dijo que probablemente los neumáticos hubiesen resbalado en las vías del tranvía, o que al coche le hubieran fallado los frenos, pero también se sintió obligado a comunicarme que dos testigos -un abogado retirado y el cajero de un banco, gente fiable- habían declarado haberlo visto todo. De acuerdo con su testimonio, Laura había dado un volantazo deliberado y había caído por el puente sin más sobresalto que si se hubiera bajado de la acera. Se habían fijado en las manos que sujetaban el volante porque llevaba guantes blancos.
No fueron los frenos, pensé. Tenía sus motivos. No se trataba de los mismos motivos que tienen todos los demás. En este sentido, era completamente inflexible.
—Supongo que quieren que alguien la identifique -dije-. Iré lo antes posible.
Percibí el tono calmo de mi propia voz, como si me llegara desde lejos. En realidad, apenas si podía pronunciar palabra; tenía la boca entumecida, la cara rígida de dolor. Me sentía como si hubiera ido al dentista. Estaba furiosa con Laura por lo que había hecho, pero también con el policía por insinuar que lo había hecho. Notaba alrededor de la cabeza un aire caliente que me erizaba los cabellos uno a uno, como cuando se vierte tinta en el agua.
—Me temo que se llevará a cabo una investigación, señora Griffen -anunció el policía.
—Naturalmente. Pero ha sido un accidente. Mi hermana nunca fue buena conductora.
Se me apareció la cara ligeramente ovalada de Laura, el cabello recogido en un moño perfecto, el vestido que debía de llevar en el momento de la caída: un camisero de cuello cerrado, de un color sobrio, penitenciario, azul marino, gris acero o verde de pasillo de hospital. El tipo de ropa que no se elige sino que una se encuentra metida en ella. Su solemne media sonrisa. Sus cejas enarcadas en una expresión de sorpresa, como si admirase el panorama.
Los guantes blancos: un gesto de Poncio Pilatos. Se lavaba las manos respecto de mí. De todos nosotros.
¿En qué debió de pensar cuando el coche saltó del puente, cuando quedó suspendido en la luz de la tarde, resplandeciente como una libélula en aquel instante de respiración contenida, antes de la caída en picado? En Alex, en Richard, en la mala fe, en nuestro padre y su ruina; acaso en Dios, y en su fatídica relación triangular.
O en el montón de cuadernos de ejercicios escolares que debió de esconder aquella misma mañana en el cajón de la cómoda donde yo guardaba las medias, con el convencimiento de que los encontraría.
Cuando el policía se hubo ido, subí al piso de arriba para cambiarme. Para ir al depósito de cadáveres, necesitaba guantes y un sombrero con velo, algo que me tapase los ojos. Seguramente habría periodistas. Tenía que pedir un taxi. También debía llamar a Richard a su despacho: seguramente querría preparar una nota de pésame. Fui al vestidor; precisaba ropa negra y un pañuelo.
Abrí el cajón y vi los cuadernos. Quité la goma que los sujetaba. Noté que me castañeteaban los dientes y tenía todo el cuerpo helado. "Debe de ser la impresión", decidí.
Entonces me acordé de Reenie, de cuando éramos pequeñas. Era Reenie quien nos ponía tiritas en los arañazos, cortes y pequeñas lesiones; mi madre podía encontrarse descansando o haciendo buenas obras en otra parte, pero Reenie siempre estaba allí. Ella nos tomaba en brazos y nos sentaba en la mesa de formica blanca de la cocina, junto a la masa que estaba extendiendo, el pollo a medio cortar o el pescado a medio destripar, y nos daba un trozo de azúcar moreno para que nos callásemos. «Dime dónde te duele -decía-. Deja de berrear. Cálmate y dime dónde.»
Hay personas, empero, que son incapaces de decir dónde les duele. No pueden calmarse. Ni siquiera pueden dejar de berrear."


Moral disorder
[fragmento]

"Lo primero que recuerdo es una línea azul. Estaba a la izquierda, donde el lago se fundía con el cielo. En aquel punto había una pared de arena, pero no se veía desde donde yo estaba. A la derecha el lago iba estrechándose hasta convertirse en un río y había una presa y un puente cubierto, algunas casas y una iglesia blanca. Al frente había había una pequeña isla rocosa con unos cuantos árboles. A lo largo de las orillas se veían grandes rocas erosionadas y los troncos cortados de lo árboles enormes, que sobrsalían del agua. (...)
Yo todavía no había descubierto que vivía en una especie de globo transparente, que flotaba sobre el mundo sin entrar mucho en contacto con él y que veía a la gente que conocía bajo un ángulo distinto al que ellos adoptaban para verse a sí mismos; y que lo contrario también era cierto. Allá arriba, en mi globo, yo era bastante más pequeña para los demás que para mí misma. También era borrosa."
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